En su origen más remoto, cuando el hombre comenzaba a rehundir en las tabletas de arcilla pequeños signos con los que contabilizar las cabezas de ganado y las cosechas de trigo o recopilar las nuevas leyes, tuvieron su origen las bibliotecas como centros de conservación de lo propio que era a la vez lo ajeno. Durante centurias y centurias las bibliotecas se han ido encargando de hacer relaciones, índex, catálogos y enumeraciones de los fondos amorosamente guardados en sus anaqueles, estantes y sótanos. Fondos propios alimentados por los dineros propios, o por generosas donaciones ajenas de próceres convencidos del beneficio social de la lectura.
Grandes bibliotecas y grandes colecciones de libros han ido construyéndose desde la antigüedad hasta la edad contemporánea, cuando la “explosión del conocimiento”, detectada casi en paralelo al “baby boom”, y la eclosión de la informática trasladaron el epicentro de la información científica fuera de las bibliotecas. O, más bien, fuera de casi todas salvo tres o cuatro, las grandes bibliotecas nacionales, que con sus catálogos y bases de datos se erigieron en faros bibliográficos del mundo. Cuando en los Estados Unidos comprendieron la importancia de la información científica en ciencias de la salud y comenzaron a construir el hoy jubilado Index Medicus, optaron por dotar a todas las bibliotecas de una herramienta ideal para la consecución rápida y eficiente de la información más relevante (sí, aunque nos pueda parecer absurdo, la aparición del Index Medicus modernizó el obsoleto sistema de búsqueda de la información, como luego las bases de datos hicieron obsoleto el Index Medicus).
Este hecho transfiguró el perfil y el ser de las bibliotecas de salud, que no el fluir de la información. Con el desarrollo del acceso a las bases de datos por módem, luego en CD-ROM y después vía Internet (de MEDLINE a PubMed en un santiamén) las bibliotecas pasaron a gestionar una información ajena, que era miles de veces más voluminosa que la propia información que venían atesorando durante décadas y siglos entre sus cuatro paredes. El salto cualitativo había sido mortal y sin red. Los usuarios podían tener conocimiento inmediato de la existencia de cientos de artículos publicados en cualquier confín del mundo, y como a todo ser viviente a quien se le acerca la miel a los labios, deseaban tenerlos cerca, para leerlos, subrayarlos y remarcarlos. Las bibliotecas comenzaron un compulsivo proceso de adquisición de fondos bibliográficos en forma de revistas científicas impresas, las cuales pronto inundaron sus salas de lectura, sus pasillos y sus depósitos. Una carrera sin fin que fue moderándose paulatinamente conforme los precios de las revistas se incrementaban más y más cada año y cada lustro, lo que obligó a los responsables de las bibliotecas a optar por una necesaria simbiosis entre las colecciones propias (adquiridas con recursos económicos propios) y las colecciones ajenas (obtenidas mediante el préstamo interbibliotecario, alimentado por la colaboración de las bibliotecas del gremio).
Durante muchos años las bibliotecas nos hemos convertido en prestidigitadoras de lo ajeno, facilitando a nuestros usuarios, casi por arte de magia, aquello que ellos, por muy raro que fuera, nos demandaban (porque lo habían leído, antes en MEDLINE, ahora en PubMed) y que unas veces hacíamos surgir de los pozos de nuestros fondos y otras solicitábamos con buena educación, mediante el consabido préstamo interbibliotecario, a nuestros congéneres de bibliotecas afines. Hasta el estallido del boom de lo electrónico, cuando pudimos acceder de nuevo, como si hubiéramos entrado en la cueva de Alí Babá, a miles de revistas online, y cuando pudimos (nosotros y nuestros usuarios) descargar diez, cien, mil y un artículos en pdf. Pero con una extraña sensación, porque ahora sí que todos esos artículos nos eran ajenos, completamente ajenos, pues no reposaban ni crecían en nuestros servidores, ni en nuestros ordenadores ni en nuestras estanterías. Eran valiosísimas colecciones ajenas a nuestras bibliotecas porque, sencillamente, eran propiedad de los editores que, a cambio de unos emolumentos que no podían considerarse exiguos, nos permitían el acceso (cual autopista de peaje) a una información muy relevante que, en el colmo de los colmos, muchos de nuestros usuarios habían financiado (mediante proyectos de investigación, mediante horas de trabajo y mediante su propia publicación).
Y en esas estamos, gestionando una información ajena (millones de artículos científicos) a la que accedemos mediante herramientas también ajenas (bases de datos, buscadores, metabuscadores y requetemultiplebuscadores) hasta que a algunas bibliotecas se les ha encendido la bombilla y descubren, por sí mismas o por coalición con sus usuarios, la utilidad de comenzar a gestionar también lo propio. En algunos casos porque la gestión de lo electrónico les ha regalado un tiempo precioso, al privar a su personal de la tortuosa tarea de encaminarse hacia la fotocopiadora, cargados hasta las trancas con docenas de volúmenes, y pasar minuto tras minuto levantando la tapa, bajando la tapa, levantando la tapa, pasando una hoja, pasando la siguiente… viendo ir y venir el haz luminoso que ha convertido nuestras revistas en miles de artículos impresos que hemos suministrado puntualmente a nuestros usuarios.
Liberado el tiempo de fotocopiar a destajo, es hora de acordarnos de nosotros mismos, de comenzar a gestionar lo propio (después de tantos años de gestionar lo ajeno) y de generar recursos propios a nuestra imagen y semejanza. Oportuna fórmula para adelantarnos a nuestros usuarios. Algunas de nuestras bibliotecas, individuales y en agrupaciones, ya han entrado en este futuro de la gestión de lo propio. Sabemos de repositorios de la producción científica en uso (el de la Biblioteca Virtual del Sistema Sanitario Público de Andalucía) y en proceso (el Sophia de Bibliosaúde en Galicia y el Scientia en Cataluña). Sabemos de herramientas métricas como el Sophos gallego y el Impactia andaluz. Sabemos del SciELO España y de IBECS, que, aunque herramientas importadas, son alimentadas por bibliotecas propias (Biblioteca Nacional de Ciencias de la Salud) para acercar la producción propia. Sabemos de las construcciones, en una biblioteca sí y en otra también, de pequeñas bibliotecas bibliográficas mediante gestores bibliográficos. Sabemos de la participación activa de los CRAIs universitarios en la dinámica cultural de las instituciones. Sabemos de los buenos y socorridos manuales de uso que elaboran en la Universidad de Salamanca o en Bibliosaúde. Ya hemos “facilitado”, distribuido y harto vendido lo ajeno; es el momento, por tanto, de poner a buen recaudo, difundir, recopilar, explotar y conservar lo propio. Porque si no lo hacemos nosotros, no va a venir el vecino del 5º a hacerlo, ni el del 6º. Ni el del 8º va a traernos el último artículo, ni el del 9º el penúltimo capítulo ni el del 4º A el olvidado protocolo de nuestro servicio de interna. Es, o debería ser, nuestra responsabilidad y así, tacita a tacita, cuando lo propio esté pulido y niquelado, podremos compartirlo con otros amantes de lo suyo propio, y construir entre muchos más grandes recursos de lo propio común. Es lo que se llama colaboración o cooperación, de la que siempre hemos andado sobrados en las bibliotecas de salud. Nuestros usuarios van a agradecer que, además de sacar de la chistera ese artículo imposible, les pongamos en bandeja su producción científica, y la de su servicio, y la de su centro, y otros muchos recursos que no ajenos sino propios, consideran tan valiosos o más que los ajenos.
José Manuel Estrada Lorenzo
Biblioteca del Hospital Universitario 12 de Octubre. Madrid
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